A
mí me pasa que, en ocasiones, me enojo con los finales de algunos textos. Por
eso, queremos que ustedes elijan entre las posibilidades que les sugerimos, si
tienen otra opción cuéntennosla.
Actos fallidos
Imaginemos
que nuestro protagonista ha decidido emprender un viaje (porque muchos
personajes literarios se han obsesionado con hacerlo y, él, no es la excepción).
No tiene idea de hacia dónde quiere ir, pero ha comprado un boleto para el
próximo autobús que salga en 15 minutos. Lo único que sabe con certeza es que
el lugar de donde parte lo ha corrido. Es consciente que las ciudades te echan
cuando se les da la gana; simplemente te patean, gritan a mandíbula batiente
que ese no es tu espacio. Había sido
expulsado ya dos veces con anterioridad. Una por enredos amorosos (tiene
tendencia hacia las mujeres histéricas), la otra por pleitos con su casero
(estrellarle la cabeza contra la pared no se considera diplomático). Pero en
ninguna de aquellas ocasiones sintió la desolación que ahora le embargaba. Era
como si un boquete se le alojara en el pecho, apenas dándole oportunidad para
respirar.
Lo más extraño para él era descubrir que no tenía
una razón lógica para empecinarse con aquella ciudad. No era que le gustara el
trabajo o el cuartucho en el que dormía, ni siquiera tenía amigos (quién va
querer a un sujeto con cerillas), ni ninguna muchacha le calentaba el camastro.
Aún así, ahí estaba esa sensación de desamparo, de soledad sin cuartel,
acompañada por la necesidad urgente de abandonarlo todo, subirse al camión y
contemplar la quemazón de las casas.
Para
la ocasión había elegido, cuidadosamente, el atuendo. Pantalones cargo verdes,
de la primera vez que vio arder un edificio; botas todoterreno, regalo de la
histérica; playera negra, salvada de los escombros de su hogar de infancia;
sudadera azul, que sin saber se ponía cada vez que abandonaba algún sitio. No
era que esto combinara, al contrario, lo hacía parecer salido de alguna tienda
de beneficencia. Sin embargo, cada prenda representaba un momento particular de
su vida (a lo que uno se aferra cuando se carece de todo).
Hacía pocos años se había modernizado en el arte de
hacer arder las cosas, aunque no estaba convencido de que sus artefactos
hicieran el trabajo que él, grandiosamente, había imaginado. La última vez sólo
había logrado prender la torre de una antigua casona, alebrestando a los perros
del vecindario, mientras que el estruendo de las ventanas rotas activó las
alarmas de los carros en dos cuadras a la redonda. Fuera del escándalo que
causó, no había sido tan impresionante. Esta ocasión se aseguró de colocar
cinco dispositivos en cada edificio de su antiguo barrio, con el fin de
incendiar el mayor número de propiedades y, de ser posible, cargarse a unos
cuantos transeúntes.
Estaba seguro que hasta en los diarios
internacionales hablarían de su fogata. Pese a lo optimista que se le
presentaban las reseñas de los noticiarios, no lograba quitarse esa sensación
de falta. Hasta le daban ganas de volverse a ver los cronómetros, no fuera a ser
que no los hubiera sincronizado y se activaran a destiempo, sería el hazmerreír
de los pirómanos del mundo. El tiempo apremiaba y el autobús partiría en un
cuarto de hora, apenas los minutos suficientes para contemplar su obra y
escapar seguro de las consecuencias.
Finales alternativos
a)
En un arrebato de
redención nuestro protagonista sale de la camionera. Descubre que el
desasosiego sólo se irá inmolándose en la pira que el encendió.
b)
Contempla su obra. Sube
al autobús y se entera que el vacío era únicamente la antesala del clímax.
c)
Regresa corriendo a la
zona previa al desastre. Se asegura de estar a una distancia prudente para
observar cómo se incendia el aire y los fragmentos de roca vuelan. Al instante
que oye el estruendo, el mundo se torna negro, un espeso líquido caliente brota
de sus ojos, al tiempo que se derrama por las mejilla. El dolor es
insoportable, pero pronto acabará.
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sus comentarios. Precisamos de su participación. Si encuentra más opciones
cuéntennosla. Hagan de este cuento suyo.
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