Leer para escribir: Música para camaleones de Capote
Zebrazul comparte el prefacio de Música para camaleones, de Truman Capote, exitoso escritor americano, autor de novelas como A Sangre Fría y Breakfast At Tiffanys. En el prefacio, Capote explica su relación de amor-odio con la literatura, describiéndolo como un don entregado por Dios y un látigo para auto flagelarse.
En su escrito deja algunos consejos y enseñanzas para los nuevos escritores, que nos parecieron interesantes para nuestros lectores y colaboradores de la revista.
Prefacio
Mi vida, al menos como artista, puede
proyectarse exactamente igual que la grafica de la temperatura: las altas y
bajas, los ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de
improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese
y a poca gente que leyese. Pero el caso era que solo me interesaban cuatro
cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos. Entonces, un
día comencé a escribir, sin saber que me habla encadenado de por vida a un
noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da
un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí
relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me
habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al
principio fue muy divertido. Dejé de serlo cuando averigüé la diferencia entre
escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento mas alarmante todavía: la
diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y,
después de aquello, cayó el látigo!
Así como algunos jóvenes practican el piano o el
violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis plumas y
papeles. Sin embargo, nunca discutí con nadie mi forma de escribir; si alguien
me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas, yo le contestaba que
hacia los deberes. En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis
tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de
la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los
párrafos, la puntuación, el empleo del dialogo. Por no mencionar el plan
general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y
al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros,
sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los
días.
De hecho, los escritos mas interesantes que
realice en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que
anotaba en mi diario. Extensas narraciones al pie de la letra de conversaciones
que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del
barrio. Una suerte de informaciones, un estilo de «ver» y «oír» que mas tarde
ejercerían verdadera influencia en mi, aunque entonces no fuera consciente de
ello, porque todos mis escritos «serios», los textos que pulía y mecanografiaba
escrupulosamente, eran mas o menos novelescos.
Al cumplir diecisiete años, era un escritor
consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento de mi primer
concierto público. Según estaban las cosas, decidí que me encontraba dispuesto
a publicar. Envié cuentos a los principales periódicos literarios trimestrales,
así como a las revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de
la llamada ficción «de calidad» —Story, The New Yorker, Harper's Bazaar,
Mademoiselle, Harper's, Atlantic Monthly—, y en tales publicaciones
aparecieron puntualmente mis relatos.
Mas tarde, en 1948, publique una novela: Otras
voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un éxito de ventas
y, asimismo, debido a una extraña fotografía del autor en la sobrecubierta,
significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a lo largo de
todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyo el éxito comercial de la
novela a aquella fotografía. Otros desecharon el libro como si fuese una rara
casualidad: «Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien.» ¿Sorprendente?
¡Sólo había estado escribiendo día tras día durante catorce anos! No obstante,
la novela fue un satisfactorio remate al primer ciclo de mi formación.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany's, concluyó
el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años intermedios, experimenté en
casi todos los campos de la
Literatura tratando de dominar un repertorio de formulas y de
alcanzar un virtuosismo técnico tan fuerte y flexible como la red de un
pescador. Desde luego, fracase en algunas de las áreas exploradas, pero es
cierto que se aprende mas de un fracaso que de un triunfo. Se que aprendí, y
mas tarde pude aplicar los nuevos conocimientos con gran provecho. En cualquier
caso, durante aquella década de investigación escribí colecciones de relatos
breves (A Tree of Night, A Christmas Memory), ensayos y descripciones (Local
Color, Observations, la obra contenida en The Dogs Bark), comedias (The
grass Harp, House of Flowers), guiones cinematográficos (Beat the Devil,
The Innocents), y gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte
para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi
destino creativo, la obra mas interesante que produje durante toda esa segunda
fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de artículos y, a
continuación, en un libro titulado The Muses Are Heard. Trataba del
primer intercambio cultural entre la
URSS y los EE. UU.: un recorrido por Rusia llevado a cabo en
1955 por una compañía de negros americanos que representaba Porgy and Bess. Concebí
toda la aventura como una breve «novela real» cómica: la primera.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture,
su versión sobre la realización de una película, The Red Badge of
Courage; con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y hacia atrás,
también era como una película y, mientras la leía, me pregunte que habría
pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal al
recoger los hechos de modo estricto y hubiera manejado su material como si se
tratara de ficción: ¿habría ganado el libro, o habría perdido? Decidí que, si
se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo: Porgy and Bess y
Rusia en lo mas crudo de su invierno parecía ser el tema adecuado.
The Muses Are Heard recibió
excelentes criticas; incluso fuentes por lo general poco amistosas hacia mi se
inclinaron a alabarlo. Sin embargo, no atrajo ninguna atención especial y las
ventas fueron moderadas. Con todo, aquel libro fue un acontecimiento importante
para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber encontrado
justamente una solución para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.
Durante varios años me sentí cada vez mas
atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma. Tenía dos
razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo
verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en
general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era
un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas
literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho,
ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. The Muses Are
Heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería
realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la
credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la
prosa, y la precisión de la poesía.
No fue hasta 1959 cuando algún misterioso
instinto me orientó hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una apartada
zona de Kansas—, y no fue hasta 1966 cuando pude publicar el resultado, A
sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The
Middle Years, su personaje, un escritor en las sombras de la madurez, se
lamenta: «Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la
demencia del arte.» O palabras parecidas. En cualquier caso, mister James lo expone en
toda la línea; nos está, diciendo la verdad. Y la parte mas negra de las
sombras, la zona más demencial de la locura, es el riguroso juego que conlleva.
Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están
ansiosos por morder la bala y pasar la plancha de los piratas, tienen mucho en
común con otra casta de hombres solitarios: los individuos que se ganan la vida
jugando al billar y dando cartas. Mucha gente pensó que yo estaba loco por
pasarme seis años vagando a través de las llanuras de Kansas; otros rechazaron
de lleno mi concepción de la «novela real», declarándola indigna de un escritor
«serio»; Norman Mailer la definió como un «fracaso de la imaginación»,
queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir acerca de algo
imaginario en vez de algo real.
Si, fue como jugarse el resto al póquer; durante
seis exasperantes arios estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos
veranos y crudos inviernos, pero seguí dando cartas, jugando mi mano lo mejor
que sabia. Luego resultó que tenia un libro. Varios críticos se quejaron
de que «novela real» era un termino para llamar la atención, un truco publicitario, y que
en lo que yo había hecho no figuraba nada nuevo ni original. Pero hubo otros
que pensaron de modo diferente, otros escritores que comprendieron el valor de
mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con
mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios
escribiendo «novelas reales» (The Armies of the Night, Of a Fire on the
Moon, The Executioner's Song), aunque siempre ha tenido cuidado de no
describirlas como «novelas reales». No importa; es un buen escritor y un tipo
estupendo, y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio.
La línea en zigzag que traza mi fama como
escritor ha alcanzado una altura satisfactoria, y ahí la dejo descansar antes
de pasar al cuarto, y espero que último, ciclo. Durante cuatro arios, mas o
menos de 1968 a
1972, pase la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo,
catalogando mis propias cartas y las cartas de otras personas, mis diarios y
cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de
situaciones y conversaciones) de los arios de 1943 a 1965. Tenía intención
de emplear mucho de ese material en un libro que planeaba desde hacia tiempo:
una variante de la novela real. Titule el libro Answered Prayers, que es
una cita de Santa Teresa, quien dijo: «Más lágrimas se derraman por las
plegarias respondidas que por las no satisfechas.», En 1972 empecé a trabajar
en ese libro escribiendo el último capítulo en primer lugar (siempre es bueno
saber adónde va uno). Después, escribí el primer capitulo, «Unspoiled
Monsters». Luego, el quinto, «A Severe Insulte for the Brain». A continuación,
el séptimo, «La Cote
Basque». Seguí de esa manera, escribiendo diferentes
capítulos con el orden cambiado. Solo podía hacerlo porque la trama o, mejor
dicho, las tramas eran reales, así como todos los personajes: no era difícil
tenerlo todo en la cabeza, porque yo no había inventado nada. Y, sin embargo, Answered
Prayers no esta pensada como un roman a clef ordinaria, una
forma donde los hechos están disfrazados como ficción. Mi propósito es lo
contrario: eliminar disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976, publique cuatro capítulos de ese
libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de ciertos círculos,
donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas, abusando de amigos y/o
enemigos. No tengo intención de discutirlo; el tema incluye política social, no
mérito artístico. Nada más diré que lo único que un escritor debe trabajar es
la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y
observación, y no puede negársele el derecho a emplearlo. Se puede condenar,
pero no negar.
No obstante, deje de trabajar en Answered
Prayers en septiembre de 1977, hecho que no tiene nada que ver con ninguna
reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción
ocurrió porque yo me encontraba ante un tremendo montón de problemas: sufría
una crisis creativa, y, al mismo tiempo, personal. Como la última no
tenia relación, o muy poca, con la primera, solo es necesario aludir al caos
creativo.
Ahora, a pesar de que fue un tormento, me alegro
de que ocurriese; en el fondo, modificó enteramente mi concepción de la
escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cosas,
y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo que es realmente cierto.
Para empezar, creo que la mayoría de los escritores,
incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero escribir de menos. Sencilla,
claramente, como un arroyo del campo. Pero note que mi escritura se estaba
volviendo demasiado densa, que utilizaba tres páginas para llegar a resultados
que debería alcanzar en un simple párrafo. Una y otra vez leí todo lo que había
escrito de Answered Prayers, y empecé a tener dudas: no acerca del
contenido, ni de mi enfoque, sino sobre la organización de la propia escritura.
Volví a leer A sangre fría y tuve la misma impresión: había demasiados
sectores en los que no escribía tan bien como podría hacerlo, en los que no
descargaba todo el potencial. Con lentitud, pero con alarma creciente, leí cada
palabra que había publicado, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de
escritor, había explotado por completo toda la energía y todos los atractivos
estéticos que encerraban los elementos del texto. Aun cuando era bueno, vi que
jamás trabajaba con más de la mitad, a veces con solo un tercio, de las
facultades que tenía a mi disposición. ¿Por que?
La respuesta, que se me reveló tras meses de
meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no hizo nada
para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la respuesta creaba
un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo, más valdría que
dejase de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor combinar con éxito
en una sola estructura —digamos el relato breve— todo lo que sabe acerca de
todas las demás formas literarias? Pues esa era la razón por la que mi trabajo
a menudo resultaba insuficientemente iluminado; había fuerza, pero al ajustarme
a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que
sabia acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones
cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta,
novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles
en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos
simultáneamente. Pero ¿cómo?
Volví a Answered Prayers. Elimine un
capitulo y volví a escribir otros dos. Una mejora; sin duda, una mejora. Pero
lo cierto era que debía volver al parvulario. ¡Ya andaba metido otra vez en uno
de aquellos desagradables juegos! Pero me anime; sentí que un sol invisible se
levantaba por encima de mi. No obstante, mis primeros experimentos fueron
torpes. Me encontraba realmente como un niño con una caja de lápices de
colores.
Desde un punto de vista técnico, la mayor
dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer
completamente al margen. Por lo común, el periodista tiene que emplearse a si
mismo como personaje, como observador y testigo presencial, con el fin de
mantener la credibilidad. Pero ere que, para el tono aparentemente distanciado
de aquel libro, el autor debería estar ausente. Efectivamente, en todo el
reportaje intente mantenerme tan encubierto como me fue posible.
Ahora, sin embargo, me situé a mí mismo en el
centro de la escena, y de un modo severo y mínimo, reconstruí conversaciones
triviales con personas corrientes: el administrador de mi casa, un masajista
del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, mi dentista. Tras escribir
centenares de páginas acerca de esa sencilla clase de temas, terminé por
desarrollar un estilo: había encontrado una estructura dentro de la cual podía
integrar todo lo que sabía acerca del escribir.
Mas tarde, utilizando una versión modificada de
ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes tallados a mano) y
una serie de relatos breves. El resultado es el presente volumen: Música para
camaleones.
¿Y cómo afectó todo esto a mi otro trabajo en
marcha, Answered Prayers? En forma muy considerable. Entretanto, aquí estoy en
mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego,
con el látigo que Dios me dio.
Texto extraído de Música para Camaleones, de Truman Capote, 1980.
Todos los derechos reservados a favor del autor.